viernes, 26 de abril de 2013

Ni heterosexual ni gay ni lésbico

Mónica Olmos Campos.- Francia ha aprobado el matrimonio entre personas del mismo sexo. Llanto de alegría y de horror ha provocado este hecho en el país que hace 224 años proclamara libertad, igualdad y fraternidad para sus ciudadanos.
El país Galo es el décimo cuarto en contar con una ley que autoriza la unión entre personas del mismo sexo. En todos, la norma, ha promovido similares reacciones cuyo común denominador ha sido la confrontación de dos posturas radicalmente opuestas; cada una defensora de sus razones y reveladora de sus prejuicios.
Hace varios meses, cuando en esta columna me declaré a favor de la unión de personas del mismo sexo, en mi correo electrónico se desató una acalorada polémica matizada con duras críticas e insultos despiadados. Hubo un médico que “no podía creer que una periodista confundiera a la opinión pública defendiendo tal cosa”. Que “la homosexualidad y el lesbianismo eran perversiones, que lo normal eran las relaciones sexuales entre un pene y una vagina”.
Los argumentos del médico lector, me obligaron a visitar a un psicólogo a quien atormenté con mil preguntas. El profesional me aseguró que la homosexualidad es una perversión porque rompe la lógica pene-vagina. Ante tal explicación corroboré algo que temía: Que muchos heterosexuales (varones y mujeres) también somos pervertidos al encontrar placer en el sexo anal, oral y/o en otras “modalidades” más estrambóticas, incluso.
Y es que mis razones van más allá de lo que para mí es solo una opción sexual (lo de solo fue lo que terminó de “calentar” al médico lector), pero opción además basada en el amor. ¿Por qué en el amor? Porque aceptar nuestra propia condición sexual, decidir compartir toda la vida con una persona (del mismo sexo), y formar una familia con ella, es la demostración de un gran amor, probablemente más significativa (por los prejuicios, críticas, insultos y miramientos que debe afrontar) que la de cualquier pareja heterosexual.
Demostración de amor y valentía que a muchos heterosexuales les hace falta para aceptar sus propias “perversiones”, esas que practican en una casa de citas, en una noche clandestina a la sombra de un amor prohibido, en el cuarto de un motel con la compañera de trabajo, o en la alcoba de su nido de amor con la mismísima madre de sus hijos. ¿Y quién juzga a ese hombre y a esa mujer, acaso por ser pene-vagina merecen un premio o un castigo?
El homosexual y la lesbiana que deciden amar, merecen el mismo respeto que el heterosexual que decide lo propio. ¿Quién puede juzgar ese amor? ¿Acaso el de los “pervertidos” no es tan legítimo como el de los “normales”? ¿Quién dijo que pene-vagina es lo normal? La Iglesia ¿la de los hombres? Freud ¿el cocainómano? El Estado ¿el de los impuestos? Su papá ¿el muy macho que no dudó en acostarse con la servidumbre? Su madre ¿La que le enseñó lo bueno y lo malo de la vida?
¿Quién tiene derecho a juzgar un amor? El amor no puede ser malo porque es amor. No puede ser malo el niño educado en un hogar de dos papás o de dos mamás porque seguro crecerá en amor, aquel que le enseñará que ese sentimiento no entiende de órganos, de razas, de edades, de condiciones sociales, de estética ni de ética.
El amor… ¿poca cosa? ¡No!, es lo necesario para aceptarnos como somos, lo suficiente para aceptar al otro tal cual es.
El amor no puede ser heterosexual ni gay ni lésbico, porque es solo amor… y es maravilloso como es.

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