jueves, 28 de julio de 2016

Sexo y drogas con el campeón gay de la lucha mexicana

A sus espaldas arrastra dos intentos de suicidio, varios ingresos en la cárcel, cientos de desamores, adicciones a drogas duras y blandas, dos infartos, una mandíbula nueva, casi todos los dientes postizos y cientos de clavos por todo su cuerpo, producto de las múltiples lesiones de su carrera como luchador. «Cada vez que paso por un arco de seguridad en un aeropuerto, todo pita», dice riendo.

Se llama Saúl Armendáriz, pero es mundialmente conocido como el luchador exótico-gay Cassandro. Más allá de su fama, sus 46 años son un compendio de curvas, pendientes y precipicios. Su vida es como la típica telenovela mexicana: el sufrimiento como eje de toda la trama. Su lucha no solamente se ha librado en un ring y rendirse jamás ha sido una opción.

¿Y las heridas del amor?, le pregunto. Saúl hace un ademán con la muñeca y responde: «Ay, mi chulo, mi corazón está remendado por todas partes, pero cada cicatriz me he hecho más fuerte».

Casandro no se queja. Ni de dolor ni por gusto. Tiene un mantra que lo acompaña siempre: «Bendita lucha libre, nunca te acabes». Aún así, cada año amaga con retirarse. Dice que si no morirá. Pero ahí sigue: vivo y sobre el ring. «Mi misión es ayudar a la gente, enseñar lo positiva que es la lucha libre, servir a la comunidad siempre con humildad: soy hombre de acciones, no de palabras al viento», dice mientras posa la mano en una figura de la Virgen de Guadalupe de su altar de su casa en El Paso (Texas), donde nació y se crió. «Y aquí, la virgen morenita, siempre cuidándome».

Desde muy pequeño, Cassandro sabía que le gustaban los niños y eso era una pesada cruz en el seno de una familia conservadora mexicana como la suya. Sus parientes siempre esperaban que «se le quitara» la homosexualidad. Como no fue así, su vida se convirtió un viacrucis de ensayos y errores. «Ser gay es un regalo de Dios», afirma con la mano en el pecho.

Y eso que el luchador acumula recuerdos amargos. Desde niño le castigaron brutalmente por sus ademanes afeminados. Muchos chicos de su barrio, «incluidos algunos parientes», le utilizaron «como un juguete sexual». Y su padre, camionero y bebedor empedernido, pasó toda su vida mortificado por su homosexualidad: «Él no quería un hijo gay».

La lucha libre lo salvó. A los 15 años dejó la escuela y empezó a pelear enCiudad Juárez, entonces la ciudad más violenta del mundo, que comparte frontera con El Paso, la urbe más segura de EEUU. Cassandro se crió a ambos lados de la frontera: «Iba a la escuela en El Paso y el viernes mis hermanas y yo corríamos por el puente fronterizo hacia Ciudad Juárez porque allí estaba la diversión».

Cassandro se inició en la lucha con el personaje enmascarado Mister Romano. Pero su vida cambió cuando conoció a Baby Sharon, uno de los luchadores exóticos más antiguos, fallecido en 2008. Según Cassandro, fue el primero en admitir que en la vida real era gay. «Me animó a que dejara atrás a Mister Romano, me lanzara como exótico (luchador afeminado) y me quitara la máscara», recuerda.

Su debut como tal fue en la arena de Ciudad Juárez. «Allí todo el mundo ya sabía que yo era gay, menos yo», dice riendo. Lo presentaron como Rosa Salvaje: «Me gritaban enloquecidos, todos decían: '¡Muerte al jotolón'! (maricón)».

Tras ese combate cambió su nombre al de Cassandro, inspirado en el nombre de un conocido burdel de Tijuana regentado por la madame Cassandra, que en su juventud fue una prostituta de alto nivel. Su ascenso fue vertiginoso: se mudó a Ciudad de México y cuando estaba a punto de cumplir 20 años fue invitado a luchar contra El Hijo del Santo, el luchador más popular de México.

Una semana antes del combate, Cassandro no podía con la presión. En un ataque de locura se cortó las venas con una navaja en su habitación de hotel. Su compañero, Pimpinela Escarlata, otro luchador exótico, lo encontró en el baño a punto de desangrarse y le salvó la vida. La pelea no se canceló y, aunque Cassandro perdió , fue un punto de inflexión en su carrera. En 1992, se convirtió en el primer exótico en ganar el campeonato mundial de peso ligero. Ya era una estrella. Todos los promotores de México y Estados Unidos seguían sus pasos.

La gloria también trajo consigo las drogas, que rodaron sin cesar durante los años 90: cocaína y marihuana, aderezadas con chorros de tequila. En plena vorágine de fama y excesos, llegó la muerte de su madre en 1997, lo que precipitó su caída a los infiernos y que derrochara todo lo acumulado: «Terminé viviendo en el patio trasero de la casa de un amigo, cogiendo restos de comida en la basura...No me llamaba nadie para luchar, estaba perdido».

Cassandro ingresó en un centro de desintoxicación y, 20 días después, salió a la calle renacido, pero también asustado: «Todo lo malo seguía estando a mi alrededor». Se tatuó en la espalda la fecha de inicio de su sobriedad: el 4 de junio de 2003. «Hasta hoy, me considero un adicto en recuperación, me apoyo en mis danzas tradicionales náhuatl (danza azteca) donde pedimos energía al sol y honramos a nuestros dioses», dice. «La religión es para los que temen ir al infierno, pero la espiritualidad es para los que ya han estado en él. Ese soy yo».

Su casa queda a 100 metros de la valla que divide EEUU y México. Mientras mira ese muro por la ventana piensa en voz alta y su rostro ensombrece. «Hoy ya no voy casi nunca a Ciudad Juárez: no me gusta, me da miedo...». Y añade: «La gente allí todavía tiene malas vibraciones. Siempre he tenido el corazón dividido por dos ciudades que marcaron mi existencia, para bien y para mal».

La lucha libre mexicana está llena de historias de vida: cada luchador es su propio guionista y los fans son los que crean los mitos y leyendas. Son elevados a una categoría casi mística. Su personaje, con o sin máscara, es su verdadero yo; el anonimato, el elemento de su fuerza.

Dentro de esas reglas existen tres clases de luchadores. Los técnicosrepresentan la bondad y son los que salvan a todos. Los rudos son perversos, carecen de valores morales para ganar y, pese a ello, suelen ser los más populares. Mientras, los exóticos tienen un personaje homosexual o afeminado y existen desde la década de los 40 del siglo pasado. Al principio se decía que representaban en el ring su vida real y la rectitud estaba fuera del cuadrilátero.

El 80% son homosexuales tanto en la lucha como en la vida real. Y esto en un país donde el machismo es ley. «Los homosexuales son aún estigmatizados negativamente», dice Cassandro. «Se nos considera drogadictos o en general problemáticos, pero no somos todos iguales: algunos de nosotros somos vistos como modelos positivos. Fíjate que gente heterosexual me dice que son más receptivos a los gays después de conocerme».

Asi todos piensan que la lucha libre mexicana es un juego, que no hay golpes ni sangre, que todo es falso. Cierto o no, la lucha tiene los aires de una subcultura que no se relaciona con la modernidad o con el avance del país. Puede decirse que, en cierto modo, es un deporte marginal, al menos para los gustos de los espectadores más remilgados. Pero casi todos los escépticos cambian de opinión cuando ven con sus propios ojos la sangre y oyen los sonidos de los golpes.

Para ser luchador mexicano hay que hacer un gran sacrificio y entrenar para no morir. Exacto, no morir. Basta imaginarse en medio de un ring, recibiendo desde el aire a una persona que pesa más de 100 kilos. Seguramente terminaría aplastado y con todos los huesos rotos. Por eso el entrenamiento de cada luchador es para contener la fuerza, para no tener una mala caída, una mala postura. Y los golpes son muy reales. «Yo he demostrado que soy tan hombre como cualquiera. Soy homosexual y soy tan fuerte o más que cualquier hombre que no lo sea».

Ver luchar a Cassandro lo demuestra. Más vale no meterse con él porque te retorcerá el pescuezo como si fuera la rama de un árbol. Lo compruebo en una de sus luchas, en un gimnasio de El Paso, con un público 99% mexicano.

Cassandro es anunciado por el presentador y el público enloquece. Maquillado y perfumado, saluda con besos y abrazos a algunos de los asistentes en las primeras filas, que lo rechazan y lo insultan. Son un grupo de chicos con vasos gigantes de cerveza. Lo que sale de sus bocas es pura dinamita de cloaca en contra del personaje y de la homosexualidad. Cassandro les lanza besos y los reta. Ninguno se atreve más allá de las palabras.

Sin embargo, la homofobia de estos hombres barrigones se ve disminuida por los gritos de todo el resto del recinto, que ama a Cassandro a más no poder, y se enfrenta a ellos con insultos de igual calibre. Todo parece coreografiado y por momentos no se sabe si es verdad. Pero por la rabia y el fuego que sale de la boca de una mujer que parece ser familiar del luchador, no lo pongo en duda.

Arriba, en el ring, lo esperan sus dos compañeros de lucha, que pelearán contra otros tres, algunos enmascarados. Sin darle tiempo a saludar desde el centro del cuadrilátero, dos de sus contrincantes se le abalanzan encima y lo lanzan contra las cuerdas, lo patean y golpean sin misericordia. La audiencia grita enardecida. Lo terminan lanzando fuera y la pelea continúa al lado de los asistentes: se pegan con las sillas, se lanzan vasos, se escupen...

Cassandro toma el control, somete a uno de los gigantes y cae con él al suelo. Ambos se levantan, se siguen golpeando, ejecutan las clásicas llaves coreografiadas... Cassandro se sube a una esquina del ring y se lanza en picado sobre el cuerpo de uno de sus rivales. Y, tras 30 minutos de darse golpes, la lucha termina. No hay vencedores. Se retan para la siguiente semana y la expectación se dispara en el auditorio. Eso es la lucha libre mexicana.

Sudado y con las endorfinas a tope, se hace fotos con sus fans. Un rato después, vamos en su coche a comer con su familia. Mientras conduce a toda velocidad, chequea Facebook, Whatsapp y Twitter en su móvil. A la vez se fuma un cigarrillo, lo apaga y da una calada a otro electrónico, sin parar de hablar y gesticular. «Soy puro nervio, tengo tres cigarrillos electrónicos a mano siempre, y en los aviones me meto debajo de la manta y echo unas caladitas, de lo contrario no podría aguantar».¿Y con ansiolíticos?, pregunto. «¡También los tomo!», responde riendo.

Llegamos al restaurante. Su familia es gigantesca. Piden comidas de todo tipo en platos enormes. Le pregunto por su padre: «No creo que venga, pero yo hice las paces con él hace tiempo...», replica. «¿Sabes que nunca ha ido a verme en una lucha, puedes creerlo?».

¿Por qué?
Yo creo que no tiene ganas de ver cómo miles de personas llaman pinche jotolón de mierda (maldito maricón) a su hijo.

¿Te gustaría morir en el ring?
No, eso sería un dolor muy grande para mi familia y para mis fans. Ya he dejado bastante de mi vida en los cuadriláteros. Morir así sería traumático para la gente que me ama.
Meses después de este encuentro, hablamos por teléfono. Hace dos semanas entró de nuevo al quirófano. Una rodilla, meniscos y nervios de las manos requirieron nuevas operaciones.

¿Y el futuro?
Quiero recuperarme de las dos últimas cirugías y preparar mi gira del retiro.

Ya te he escuchado eso anteriormente. ¿Te vas a retirar de verdad?
La lucha libre me lo ha dado todo, Cassandro y yo somos uno, a través del personaje he podido conocerme, en lo bueno y lo malo. Descubrí que el ego puede destruirme. He abusado mucho de mi cuerpo aunque todo ha valido la pena. Pero el ego ya no es mi amigo, ya soy leyenda y no necesito demostrarle a nadie la cátedra de lucha libre que doy arriba de los cuadriláteros.




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